20 años.

Como casi todas las cosas, casi todas las cosas pasan en medio de lo que se cree la calma.

Ayer me desperté preguntándole a mamá: ¿Pasaron 20 años? Sí, así es, contestó, ella.

Nosotros no éramos mucho de ir a la playa. Para la gente que vive en Caracas, y mucho más para la del oeste, eso era casi un sacrilegio: las refrescantes aguas de La Guaira quedaban a menos de 20 minutos.

Ese día se nos ocurrió ir a bordo del FIAT Uno vinotinto que habíamos comprado uno o dos años atrás. Recuerdo como sonaba la canción en mi cabeza: Fiat, fiat uno piú, la última palabra. Siempre había sido así, nada de prepararlo, siempre arrancar. La toalla, el short, termínate el desayuno, vale. Papá llamó. Sí, vamos saliendo. Bueno, qué más. Los sandwiches. Cierra la puerta. Nos vemos abajo que voy calentando el carro.

Mi hermano, con su tembladera de pierna típica, nos esperaba ya para empezar a sentir el olor a sal acompasado con el sonido de los aviones llegando al aeropuerto. ¿Y la perra?, preguntó. ¿Viene? Pues sí.

Entonces, para no hacer más tardía la espera, subí los cuatro pisos para no dejarla sola, para que ella tampoco se perdiera de lo que era el mar. Abro la puerta y suena el teléfono, era papá. Sí, es que ya nos vamos para la playa. ¿La perra? Sí, también va.

Ella bajó sola, corriendo desesperada, buscando la pierna temblante.

Bueno, ¿nos vamos o qué? Arrancamos, esperando de nuevo el mar.

La emoción elimina las distancias. Son flashbacks los que pasan cuando vamos justo por allí: que si el pájaro del parque del oeste, que tu hermana alguna vez se vino sola contigo, que si el calorón, que si mira el mar.

Aún no llegamos.

Era aquella época donde viajar no era tan complicado, aunque comimos 20 minutos antes, las empanadas eran obligación. Allí, en ese puestito que exudaba aceite, no sé si víctima del azar o un plan desconocido, nos encontramos con los Reyes.

Pasó un rato largo para que el menor de ellos me enseñara que si molestas demasiado a un calamar te lanza tinta, que se puede comer cosas del mismo coral, que los erizos no pinchan tanto como se piensa -así como el tigre- sobre y, sobre todo, que si juegas pelota de goma por una hora seguida te va a doler el brazo de forma infinita, al menos hasta el próximo día de escuela.

El mar estaba ahí, esperando a que no pasara nada más, mas que ser disfrutado.

Luego -Los Reyes- nos invitaron a su casa, tomaron café, hicieron parrilla, ensalada. "Coño, pero este muchacho lo único que come es ensalada". Es lo único que va a quedar para el futuro y, luego de allí, no aprendimos bien la lección de antes, empezamos a jugar quemados una hora más.

Los grandes se fueron a buscar mangos y en una de esas, ¡pum! A la perra le cayó en la cabeza el palo con el que andaban bajándolos. Nos dolió más a todos que a ella misma. Siempre fue un poco cabeza dura, amargada y cabeza dura.

Estuvimos un rato más y ya era la hora de regresar porque la plaga venía, pero no de la buena, la del rock n' roll, sino la que se te mete en la piel para no dejarte dormir. ¿A quién se le ocurre que los mosquitos tienen horarios? En shorts y con una sudoración con sabor a carne y demás, ya habían hecho estragos con nosotros. La plaga ya había hecho lo que había querido y se había ido, y al parecer nosotros con ella.

Quedarse dormido en el caminito de vuelta de la playa es una de las sensaciones más placenteras que puede haber. Yo iba solo en la parte de atrás usando a la perra como almohada. Ella roncaba en un arrullo suave que me dejó fundido hasta la casa.

Bronceado y rascándome las secuelas de la plaga con una mano y los ojos con las otra mientras el ascensor transitaba los pisos, sentí el silencio del cansancio después de una larga jornada de goce. Se abre la puerta y, al cruzar hacia la sala, pudimos ver el parpadeo constante de la lucecita roja del contestador: una, dos, tres; para un niño eso es un número infinito de llamadas. Seguro fue papá. Capaz le cuento que a la perra le cayó el palo manguero en la cabeza o que un calamar echó una tinta increíble.

No, mira lo que pasó fue que no contestó y cuando fuimos a la casa estaba mal. Está en la clínica.

Esa era la voz que sonaba por altavoz en la contestadora.

Los vi como se les iba quitando el cansancio de repente y como los ojos conspiraban para no hacer la jornada más larga.

Creo que ya es tarde, deberías irte a dormir.

Ese cuento del calamar fue el que más nunca conté. No a la misma persona.

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