Había una señora muy tierna, cuyo nombre me reservo, era dueña de un bar y a estas alturas, si eres de Caracas, ya sabes quien es. Una señora rubia, catira, güera -no lo sé- que fue perdiendo el color del cabello hasta quedarse blanco, blanco y que, hasta el último de sus días, defendía sus anales con una vara de metal por si algún indigente se acercaba. Ey, tú. Vete de aquí y volteaba su mirada sonriente, casi psicópata a mirarme y decirme, sigue bebiendo, que yo resuelvo, pero de la raya no te pases, literalmente. Un día la señora era la de las chelas más baratas, otra de las más caras y así; otra ni siquiera había como pagarle porque de un día para otro la cerveza había subido y los billetes eran cada vez menos. Así que optó por el pago por el celular y no sé que cosa, que caía de una vez y era súper seguro. Lo cierto es que cada vez que yo iba para allá, y cuando empezaba a perder la cuenta, la señora anotaba: una, dos, tres, cuatro de más. Epa, pero yo ni dob